Araceli, pionera del baloncesto aragonés

Araceli recuerda perfectamente el día que empezó la Guerra Civil. Esa maldita jornada del 18 de julio de 1936 le tocó bajar al centro de la ciudad con su padre. “Al llegar al Parque Pignatelli nos cruzamos con un grupo muy numeroso de sindicalistas de izquierdas. Estaban esperando noticias, expectantes por saber si el arsenal de la ciudad había caído en su poder o en el de los rebeldes”, cuenta la memoria prodigiosa de esta zaragozana de 91 años. “Al cruzar de vuelta a Torrero no había ningún anarquista... todos habían huido por los montes o se habían escondido”. El Golpe de Estado había triunfado en Zaragoza, plaza clave para el designio de una contienda que empobreció al país, retrasó su avance y arrinconó a las mujeres libres como Araceli a perder los pocos derechos que se habían ganado en democracia.

No fueron años fáciles para nadie. Araceli cuenta que una bomba republicana cayó en el polvorín que había cerca de su vivienda y les obligó a salir al hogar de un familiar. Recuerda cómo ayudaba a su madre a tejer ropa para el ejército franquista, conociendo el que sería el oficio con el que dio de comer a sus cinco hijos. O que en su colegio cuando cambiaron la bandera republicana por la 'nacional' decidieron que ella tendría el honor de llevarla al ayuntamiento por ser la alumna más aplicada. Al faltar una profesora hubo cambio de planes y ella tuvo que hacerse cargo de los párvulos. Al enterarse que se le negaba el premio, se escondió debajo de un pupitre donde lloró desconsolada toda la mañana. Por primera vez, dolida, faltó a su responsabilidad. Y esa decepción y rabia aún duelen cuando descuelga el recuerdo en sus palabras.


Torrero, su barrio, era como hoy acogida de inmigrantes, de labradores que habían salido de los pueblos del interior de Aragón para prosperar en la capital como obreros. Su familia se había instalado allí desde un pueblo del Maestrazgo de Teruel. Los alrededores eran campos abiertos y solares donde se levantaron fábricas y talleres. Y el estadio del Zaragoza. “Yo iba a los partidos. Me encantaba el fútbol y el Zaragoza de los Alifantes”, recuerda Araceli.


Curiosa y atrevida, amante del deporte, sus padres no se negaban a sus caprichos porque siempre cumplía con sus labores, con lo que tocaba. Y tocó ponerse a trabajar siendo una niña. Ella lo hizo obediente y siempre de forma eficiente. Entró en la factoría de Laguna de Rins aprovechando sus conocimientos de costura. Y allí conoció el baloncesto en 1939 con 14 años. “Vinieron para preguntarnos si queríamos hacer un equipo de baloncesto para Educación y Descanso. Yo quise probar y me apunté”, narra Araceli Herrero.

Después de la larga jornada en el tajo, tocaba bajar hasta Helios, donde se realizan los entrenamientos. “Teníamos que pasar el Ebro por la barca del Tío Toni. Los días que soplaba el cierzo nos teníamos que agazapar para que no nos tirase al río” A las pocas semanas solo quedó ella, al resto de compañeros les podía el esfuerzo de la jornada laboral y el desinterés deportivo. “Entonces me llamaron para jugar en el equipo de la Sección Femenina”. Pronto destacó a las órdenes del militar Fernando de la Figuera. Pese a no ser muy alta, su velocidad, agilidad y ganas le hicieron destacar. “Anotaba con facilidad, aunque nunca lograba convertir los dos tiros libres. Me ponía nerviosa. Me gustaba hacer ganchos y lanzar desde un lateral, donde el balón no podía darle al tablero”. Jugaba de medio, como Fernando Muscat.


Pero entonces llegó la primera decepción. Fue invitada a hacer un viaje. Imagínate lo que suponía para una adolescente humilde poder pasar unos días en Palma de Mallorca. Pero no tenía ni 18 años y no le dieron permiso. La tristeza y la rabia, como ese día de la bandera, esa dolorosa y profunda impotencia, le hizo abandonar los grupos de Falange y volver a la Textil Aragonesa, donde se afanó durante meses en agrupar a otras trabajadoras para hacer un equipo de baloncesto. A los años volvería a Sección Femenina, donde ya pudo hacer desplazamientos a Barcelona, Madrid o el varios puntos de la cornisa cantábrica. “Nos llevaron a muchos sitios. Jugamos en Montjuic y en la Ciudad Universitaria de Madrid. En Zaragoza íbamos al Cuartel Palafox, a la Ciudad Jardín, al Frontón Cinema... También a Calatayud o a Casetas, donde jugábamos en el cuartel militar. Nos invitaban a comer y luego había baile. Un día vino el matador Nicanor Villalta y el cantaor El Gitanito de Ricla. Nos lo pasábamos muy bien”.


Coqueta, en ocasiones jugaba con un lazo en un pelo del que caían unos tirabuzones dorados. “No era guapa, pero si resultona”, alegre explica Araceli Herrero. Ella misma, con sus prodigiosas manos, confeccionaba y cosía los trajes de sus compañeras. Tenían hasta uno especial solo para los entrenamientos y otro de partidos, con falda larga y sin marcar las curvas, sin 'provocar', manteniendo la casta imagen que de la mujer ofrecía el catolicismo rancio del franquismo. “Pero de tanto insistir conseguía que nos comparan zapatillas para jugar y nuestra propia pelota”, dice Araceli.


En esa época el baloncesto era 'amateur', aunque ella desvela una pequeña trampa que ratifica su estrellato. “Me llamaron de Ágreda Dutur, una empresa textil, para trabajar con ellos y jugar en su equipo. A mí no me gustaba, porque tenía que subirme a una escalera y prefería coser, pero insistieron tanto que me hicieron un contrato para jugar con ellos al baloncesto. Durante esos años tuve dos salarios”, cuenta Araceli.

En Ágreda Dutur fue entrenada por Jesús Moreno y luego Manolo Bruñén, dos de los pioneros del baloncesto de Zaragoza en Helios. Éste fue su último equipo y donde convenció al dueño, catalán pero zaragocista como ella, para hacer una cancha a la salida de la fábrica. Su noviazgo y una pequeña tienda de costura que montó no le dejaban tiempo para continuar con su pasión. Tuvo que dejarlo para hacerse cargo de su vida, y de los cinco hijos que vendrían... aunque la forma de contarlo deja claro que ella hubiera estado encantada de seguir entre tableros y pelotas. “Un día me invitaron a ver un partido en el Frontón Aragonés. En mitad del partido empezaron a reclamarme desde el banquillo, querían que bajara a jugar. La gente en la grada empezó a corear mi nombre. Me tuve que ir”, recuerda con tristeza.



La vida de Araceli no ha sido fácil, pero cuando rememora esos años de baloncesto se le ilumina la cara y los malos recuerdos se difuminan en imágenes de cestas imposibles, rebotes altísimos y carreras infinitas por una victoria. “Sigo viendo los partidos, pero me da tristeza ver jugar a las chicas, porque a mi lo que me gustaría sería jugar con ellas”, dice esta campeona a la que emociona escuchar. Olvidarse de ella como de Clara Burguete (aún con vida) o de las fallecidas Adela Lajusticia, las hermanas Gaby y Emilia Bonilla y Nelly Tomás, entre otras, es imperdonable. Nuestra es la obligación de honrarla a ellas y a todas las mujeres que se levantaron contra los prejuicios en una etapa negra y oscura para jugar al baloncesto, mujeres pioneras en deporte y vida, mujeres enormes, luchadoras, madres y abuelas amadas que apartaron tanto por los demás, porque quisieron, pero porque así les educaron. Heroínas que merecen nuestro homenaje diario.